18 de agosto de 2024
Cuando Thomas Paine escribió la Edad de la Razón entre los años 1793 y 1795, significaba su desavenencia por la expulsión que hicieron los revolucionarios franceses de la religión, esa lucha sempiterna entre la razón y el espíritu que ha venido socavando generación tras generación las relaciones de los seres humanos. Para entonces parecía abrirse desde el frontispicio de la razón, un mundo más prometedor, fundado en la fascinación de la ciencia. El siglo de las luces se expandía para dar paso a un lugar más radiante, igualitario y fraterno, suscitado en medio de la proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ese era el ideal.
En la anchura de la historia, lejos se encontraba aquella oscura época que pretendía fincar toda razón en la existencia de Dios; lejos también se encontraba el pasado borrascoso en donde la iglesia hubo sentado sus columnas para ensombrecer al mundo. En medio de esta lucha maniquea entre ciencia y religión se erigen las figuras más interesantes de todos los tiempos: hombres de prédica, pensadores, guerreros, estadistas y filósofos; entre todos ellos surge la figura histórica de un escriba medieval por demás significativo: San Agustín, hijo del África romanizada y que constituye una de las figuras más interesantes de su época, tanto en la historia del cristianismo, de la filosofía y de la civilización humana.
Nacido en Tagaste, San Agustín ha dejado una huella profunda en la dogmática cristiana. Aunque difícil de creer, el espíritu cristiano que impregnó San Agustín en la filosofía impactó de manera notable en los signos de la modernidad. Decisivamente la modernidad está influida por San Agustín.
Si la idea central de la filosofía de San Agustín es que la historia humana es una lucha entre el reino de Dios y el reino del mundo, es decir, entre la Civitas Dei y la Civitas Terrena, es el Estado, que tiene sus raíces y principios en la naturaleza humana y está encargado de velar por las cosas temporales, es decir, por la procuración del bien común que se traduce en bienestar, paz y justicia, lo que hace que el Estado tenga también una significación divina. Toda potestad viene de Dios, enseña San Agustín, por tanto, los valores sacros no son ajenos al Estado.
Éticamente la política no puede separarse de la conciencia y dice San Agustín, se trata de descubrir a Dios en la verdad que reside en el interior de cada uno de los hombres. La interiorización del ser es retomada por René Descartes bajo el principio de Cogito Ergo Sum “pienso luego existo”, entonces, si la influencia de San Agustín hacia el mundo moderno es mirar al interior del hombre, que mejor momento que éste, tan crucial de la historia de la humanidad para introspectar en lo más hondo de la persona humana. Mirar profundamente hacia sí mismo, por contradictorio que parezca, es llegar hasta los últimos extremos de la humanidad misma y encontrar su más hondo sentido. Sea la filosofía de San Agustín el puente necesario hacia el mundo moderno que nos acoge, para que en común empeño podamos matizar este drama.