Mientras viví con mi hermano Horacio en su apartamento de Atzcapotzalco en la Ciudad de México, tuve la oportunidad de profanar la medianía de su biblioteca personal, sin embargo, la calidad de letras acumulada ahí, hablaba muy bien de la personalidad de mi benefactor.
Entre los oropeles de aquellas letras reunidas, encontré un libro alucinante de literatura fantástica, que con impunidad sustraje para leer cada mañana en mi trayecto del tren metropolitano hacia mi despacho en el barrio de Polanco.
“El Vizconde demediado” de Ítalo Calvino fue la obra de mérito. Medardo de Terralba, un noble italiano que debió ir a una guerra contra los turcos, casi al llegar, se vio sorprendido por el acero enemigo, y sin más, fue partido por mitad, siendo tal su turbación y su juventud por las ansias de vivir, que, sin percatarse de su tragedia, regresó, es decir, volvía a su terruño, pero sólo en mitad.
Ora la maldad que privaba entre los suyos; ese efebo maligno no tenía par en su actuación, de suyo desconsiderado y malo en todas sus manifestaciones. No había términos medios, su crueldad era a cuestas, pues obvio que, entre los despojos de la guerra su mitad bondadosa habíase perdido.
No fueron posibles los términos medios, la comarca estaba asediada de odio por los actos del Vizconde. De pronto, una afortunada casualidad trajo a la comarca a la otra mitad bondadosa del Vizconde, que en dialéctica lucha trató de conciliarse con su otro, pero la empresa parecía imposible, hasta que un médico extranjero con inteligentes argucias logró coserlos y devolverles su unidad. Entonces, la armonía regresó a la persona del Vizconde, y aquella parte sombría fue equilibrada, restituyendo así la luminosidad perdida. Digamos que ese fue un final feliz.
Y aquí viene la segunda parte de esta historia eslabonada: Varios años después, una mañana, vino mi sastre de visita a la oficina, curiosamente, de nombre Ubaldo- Tomó las medidas, como de ordinario, enfatizando en el saco. prolijo y preocupado por mi exigente personalidad, rectificó sus notas y se fue.
Yo sabía que él tenía un socio, pero desconocía lo que cada cual tenía como responsabilidad. Pasaron los días y regresó conmigo, ya con un traje acabado y detallado; ufano de su trabajo, de ser artista, me dijo que la faena había sido ardua, que me probase el traje. El saco venía perfecto, no así el pantalón que sentía por demás corto. Hubo reclamos, el sastre, poco tolerante a las circunstancias defendió su postura, pero no había salida, el pantalón estaba rabón, por demás corto. Lo corrigió, mandé hacer otro traje, la historia se repitió, lo corregimos. Otro más, lo mismo. Yo le reclamaba a él tanta indolencia, era un tema agotador por las medidas fallidas y reiteradas, hasta que un día me visitó y me compartió lo siguiente: Él, era el artífice de los sacos, no así de los pantalones, que lo era su socio, el encargado de cortar y confeccionar estos, y que, pese a los múltiples reclamos en ocasión de sus fallas, seguía errando. Estaba harto de seguir colaborando como socio ante tantas falencias, luego de su desahogo partió. Otra mañana, Ubaldo, desesperado se presentó en mi oficina, pidiendo verme, y allí, entre diversas quejas, como si fuera la confesión más ortodoxa, me dijo que él sólo sabía hacer sacos y ante la ruptura con el hacedor de pantalones ya no podría trabajar y vivir de su oficio; del tema ya estaba cansado y de una vez por todas quería cambiar su modo de vida, pero no sabría que hacer; era un hombre desesperado y me pedía consejo.
Le dije que en la confección de pantalones su par era muy bueno pese a errar de pronto en las medidas de los largos, pero al final de cuentas eso se ajustaba; los trajes en conjunto eran de una confección extraordinaria, y yo no veía modo de verlos subsistir solos, excluidos el uno del otro; hoy, eran la conjunción de la realidad con la fantasía literaria, un sastre demediado como en la historia del Vizconde aquel. Pese a lo cual, todo resultaba muy sencillo, pues era un tema de comunicación y tolerancia para abatir esa insufrible pugna de egos sin sentido. Si él elaboraba sacos y el otro pantalones, juntos resultarían seguir siendo uno solo, por demás valioso, el mejor ejemplo para que en esa unidad pudieran vender y vestir no a uno, sino a varios Magistrados. Mi discurso entonces, en tropel se dirigió hacia la Unidad, esa utopía de la que todos hablan pero nadie procura.
Fragmentación, en contrasentido a la Unidad, como fruto de la duda y la autodestrucción; Unidad sí, pero nunca más imaginaria.